EL PERRO DE MI BARRIO

Esta entrada la voy a dedicar a un hombre, vecino de mi barrio, al que en mi familia hemos bautizado como "Manzanita" por su extraordinario parecido al genial cantante José Manuel Ortega, llamado de la misma guisa. Aquél que cantaba "Un ramito de violetas" o "Por tu ausencia", entre otras. Pues bien, el vecino de marras es un hombre que frisará los cincuenta, si no más, y cuya rutina diaria se resume, sin excepción, en sentarse en el banco de su calle esperando que el día pase. Literalmente: a las nueve de la mañana se aposenta hasta las tres y, después de comer, vuelve de de cinco a nueve. Todos los santos días de todos los santos meses. 

¿Y qué hace tanto tiempo en el mismo sitios?, podrán preguntarse ustedes. Pues no hace nada: contempla la vida pasar. Así de sencillo. No lleva móvil, no lleva libros, no hace sudokus ni crucigramas: únicamente se sienta y mira. Estas escenas costumbristas solo ocurren en los barrios, no así en los centros de las ciudades, donde el globalismo comercial ha permeado e impregnado el comportamiento social hasta ser indistinguible respecto de cualquier otra ciudad. La idiosincrasia, lo característico o propio de cada lugar, ha desaparecido. Todo es aburridamente igual. Cuando no hay un "tattoo and burguer", hay una cadena de comida rápida. ¿Dónde quedan los bares con manitas de cerdo o habas hervidas caseras?, le decía el otro día amargamente a mi novia.

En este contexto de globalización, donde la esencia ha terminado por desaparecer, emerge Manzanita, el vecino, como un quijote que lucha en silencio contra los gigantes. En contra de la opinión de mis padres, con quien comento asiduamente la situación y ellos sostienen que es un parásito, yo lo considero un revolucionario. Su comportamiento me epata. De tanto verlo, al final he acabado saludándolo y un día, que coincidimos en la cola de un supermercado, le pregunté directamente si su rutina diaria no le cansaba y, sobre todo, de qué vivía. El tipo, con un aplomo que me sorprendió, me dijo: "vivo del estado, cobro la ayuda de los 426€ -ahora creo que es algo más de 450€-. Además, no me gusta trabajar: vivo como jamás pensé que lo haría". Su vida no puede ser más frugal: no se toma un café, no se compra nada de ropa, no sale con amigos, no viaja, no acude a misa, no lee un libro, no ojea periódicos. Nada. Tan solo sentarse en el banco, mirar, hablar con alguien que pase por la calle y dejar que los días pasen. Acto seguido, le dije: "ostras, eres como Diógenes de Laercio, el perro", y le conté un poco la historia de la vida de este. Le gustó tanto que cada vez que me ve quiere que le cuente más sobre el creador del cinismo. 

Lleva más de veinte años sin trabajar, cobrando alguna limosna estatal y sentado en el banco, al que estoy pensando escribir al ayuntamiento para que le pongan una placa en su honor. Al igual que el barril de Diógenes, el banco de Manzanita es su seña de identidad. Evidentemente, no estoy haciendo apología de esa vida, que yo jamás podría hacer y que es tremendamente egoísta porque solo recibes y nunca aportas, pero lo que sí que reconozco es la capacidad de ciertos humanos para vivir sin caprichos. En una sociedad como la nuestra que vive acelerada y con la incesante presión de producir, Manzanita se erige inhiesto frente a ella. 



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