LA ENSEÑANZA DEL DERECHO EN LAS FACULTADES ESPAÑOLAS

 

Estoy pensando, para luego escribir un capítulo de libro, acerca de la enseñanza del Derecho en las facultades universitarias. Para ello, he estado leyendo a diversos autores que han propuesto sistemas alternativos a la clase magistral y el examen memorístico de los textos legales, que son los cimientos sobre los que se asienta la pedagogía del fenómeno jurídico en España -aunque no solo, pues parece ser que es un fenómeno ubicuo-.

El primero de ellos, la clase magistral, de entrada, no me parece rechazable por completo, ya que sin explicaciones del profesor difícilmente se puede transmitir el conocimiento, que es la misión principal de todo docente. Otra cosa, claro, es que este sea más o menos hábil en la forma de hacerlo. A mi juicio, el problema no está en el formato -clase magistral-, sino en el contenido -qué se enseña-. El positivismo jurídico (de manera breve y sin ningún ánimo académico), la gran doctrina iusfilosófica que se instaló en el pensamiento jurídico desde la Modernidad, concibe como Derecho solo aquél que está puesto, es decir, que ha sido elaborado de acuerdo con los procedimiento establecidos para tal efecto. Una consecuencia de esta mentalidad es el normativismo que estriba en la identificación derecho-ley, de tal forma que fuera de la ley no hay Derecho y, por tanto, aquel que quiera saber Derecho debe acudir a los códigos, a las leyes, pues en ellos está todo el Derecho disponible. Lo que no está o, si queremos, lo que debiera estar es una cuestión política, ideológica y, por tanto, poco científica, de pura opinión. Siendo esto así, y a pesar de que pueda hablarse de «crisis del positivismo», este resiste y sigue erigiéndose en el paradigma mayoritario. Aunque hasta los propios positivistas ya han aceptado que el normativismo puede contener ciertas fracturas, pues los principios jurídicos ya han sido reconocidos como «fuentes del Derecho» (art. 1.1 CC) e, incluso, se han reconocido como tales en la propia Constitución (Capítulo III del Título I), como señala Ollero, los profesores de Derecho se empeñan por mantenerlo vivo, aun con respiración asistida.

Evidentemente, este hecho era completamente desconocido para mí cuando era estudiante. Nadie me habló del positivismo jurídico ni del iusnaturalismo hasta cuarto de Derecho, mi sexto año universitario. En Ciencias Políticas nadie lo mencionó y en Derecho, hasta la asignatura Filosofía del Derecho y Deontología, nadie lo hizo tampoco. De esta manera, yo perfectamente podría haber afirmado en octubre de 2021 que para mí, graduado en Ciencias Políticas y estudiante del último curso de Derecho, el Derecho es el fenómeno compuesto por todas las disposiciones normativas vigentes. Por consiguiente, la pregunta es: ¿por qué un estudiante de cuarto curso de Derecho puede llegar a asumir la identificación derecho-ley que incluso la propia corriente de pensamiento que lo sostuvo la ha venido matizando? Creo que la causa puede estar en la dejadez del profesorado que, con el ajetreo propio de la vida cotidiana, les resulta más fácil recomendar un manual de estudio y realizar un examen en el que quien sea capaz de memorizar y retener más texto obtendrá la matrícula de honor. En el fondo, son un ensayo para las oposiciones que la mayoría de los estudiantes preparan en cuanto obtengan el título universitario. Ahora bien, ¿es este un modelo exitoso? La respuesta es sencilla: cuando, para enseñar Derecho, se pone en el foco en solo una parte del mismo (el texto legal) y se soslayan aspectos igual o, incluso, más importantes como son la argumentación jurídica o la decisión del juzgador se está enseñando una parte del Derecho. Pero, aun aceptando que las facultades de Derecho pudieran cambiar de nombre y denominarse «facultades de leyes», ¿sería la memorización del contenido de las leyes el mejor modo de aprenderlas? La respuesta sigue siendo negativa. Para ello, voy a contar una experiencia personal que hoy, al hilo de estas reflexiones y de la lectura de un artículo de Andrés Ollero antes mentado, me ha venido a la mente. En una asignatura de cuarto curso de Derecho, no diré cuál por si algún espía paraguayo tiene el valor de leer esta entrada y antes de entrar ya me granjeo enemigos en la universidad, consistía en el estudio sistemático y literal de la ley principal de la materia impartida. El examen se basaba en la recitación de los artículos literales de dicha ley. En mi caso, como tengo buena memoria, me aprendí los sesenta artículo que se requerían y obtuve sobresaliente. Estoy seguro de que yo, en ese momento, febrero de 2022, sabía mejor el texto legal que los profesionales que trabajan con él (jueces, abogados, notarios…), pues era capaz de recitarlos de seguido con una fluidez notable. Sin embargo, solo sabía artículos, ni siquiera había visto su virtualidad práctica; es decir, si me hubieran puesto un problema jurídico delante creo que no hubiera sido capaz de contestar con cierta rotundidad, pues, entre otras cosas, me faltaba conocer la jurisprudencia al respecto o la opinión de la doctrina, que en ciertos asuntos es relevante. En realidad, me faltaba por saber el Derecho, porque yo solo sabía la ley, que no es poco, pero tampoco suficiente. Pero no acaba ahí la cosa porque seis meses más tarde el legislador la derogó completamente y aprobó otra ley con sustanciales diferencias. De hecho, mi novia que estudió la asignatura un año más tarde no pudo ayudarse de mis apuntes porque, al cambiar la ley, la materia había cambiado por completo. ¿De qué sirvió entonces mi esfuerzo memorístico por aprenderme artículo a artículo la ley? De nada, absolutamente de nada. Asimismo, ese modelo desincentiva la asistencia a clase porque si lo único que se hace es leer y explicar el contenido de la norma vale de muy poco acudir al aula y se pueden rentabilizar esas horas en la biblioteca estudiando la propia norma (en esas clases, no íbamos más de cinco o seis personas habiendo ochenta matriculados).

Alguien me podría objetar que tuve mala suerte con el cambio legislativo, ya que estos no suelen ser demasiado frecuentes. A esto podría rebatir que la frecuencia de los cambios legislativos cada vez es mayor, pero bueno, compremos el argumento. En marzo de 2022, un mes más tarde del examen, yo había olvidado el ochenta por ciento de lo que estudié. Ante la duda de si era un fenómeno aislado el mío le pregunté a mi novia, que obtuvo buena calificación también, cuánto se acordaba ella pasados tres meses del examen. Me contestó que, a lo sumo, un diez por ciento. Podría decirse que la asignatura pasó por nosotros, pero no nosotros por ella. Si dos personas que obtuvieron buenas calificaciones al mes del examen ya no recordaban ni el veinte por ciento de la asignatura, ¿qué podrán haber aprendido aquello que aprobaron justamente la asignatura -no digamos los que la suspendieron-? Un completo fracaso. ¿A eso se le puede llamar aprender Derecho? ¿A los egresados de las facultades de Derecho podemos llamarles «juristas»? Luego, cuando esos titulados terminan la universidad y muchos de ellos comienza a preparar oposiciones se enfrentan a la misma realidad multiplicada por cinco o seis. La universidad se ha convertido en una institución preparadora de oposiciones, como un bachillerato de segundo grado.

Si la universidad española sigue apostando por un modelo «opositor» -en Derecho, al menos- cuya tarea principal sea la de preparar a los estudiantes para el estudio de oposiciones memorísticas que tampoco preparan para el desempeño de la ulterior labor (todas las oposiciones de la AGE del grupo A requieren de la realización de un curso intensivo donde te enseñan a desempeñar el oficio), creo que tiene un futuro corto. Conviene dejar morir o, ahora que está de moda, aplicarle la eutanasia al normativismo y tratar de volver a un modelo pedagógico en el que, como señala Hervada, se vaya a la universidad a aprender a ser jurista con todo lo que eso conlleva.

 

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